La primera sombrilla

ᐈ Sombrilla de playa imágenes de stock, fotos una sombrilla | descargar en  Depositphotos®

Miro mi maletero y me pregunto cuándo ir a la playa adquirió el atractivo de una mudanza. Quizá todo empezó el día que compramos la primera sombrilla. Probablemente no lo meditamos. Como mucho sentimos un ligero pudor porque, admitámoslo, la sombrilla pone años, pero no vemos que en ese momento nos despedimos del adolescente al que le bastaba una toalla al cuello y una bicicleta para disfrutar del verano. El día que fantaseamos con el placer de una siesta a la sombra, empezamos a acariciar la idea de hacer de la playa un lugar confortable y, entonces, ya no hay salida.

A la sombrilla le sigue la base para enterrarla. Al parecer, la gente ahora muere ensartada en las calas. El año pasado mi Lama apareció con una nevera gigante. “Para guardar los gin-tonics”, me dijo. En un año solo ha metido tápers de gazpacho. Por supuesto, nuestras últimas toallas tienen la superficie de un apartamento de dos habitaciones. Junto a eso, el botiquín de cremas no deja de crecer. A estas alturas, sabemos que el sol se ha convertido en la estrella de la muerte. Además, solo a un loco se le ocurriría llevar un bañador, así que debemos contemplar los ‘por si acasos’: la sudadera por si se levanta viento, el segundo bañador por si no se seca el primero, los escarpines por las fanecas, la mascarilla de repuesto… Todo debe entrar en una bolsa de un tamaño para guardar paracaídas, y, eso sí, sin bolsillos porque las cosas de playa han de ser sencillitas.

Especialmente en verano (aunque no solo) empatizo con mis amigos-padres, no quiero imaginar cómo se complica todo si a eso le sumamos la tabla de bodyboard, el flotador del flamenco gigante y la sandía y el melón cortados.  Por supuesto, este verano las cosas han ido a peor. Aparcamientos restringidos a los locales, arenales con parcelas numeradas, aplicaciones para consultar aforo… Apenas recuerdo la sensación de bienestar que me despertaba la expresión ‘pasar el día en la playa’ y la comparo con ese sentimiento de ansiedad que me entra hoy cuando repaso en el coche y me doy cuenta de que las hamacas de cuatro posiciones se han quedado en casa.

Texto publicado en Faro de Vigo

La primera sombrilla

Misas con vermú

Mis visitas a iglesias hace tiempo que han quedado reducidas a bodas y funerales y, sin embargo, llega agosto y me sorprendo echando de menos una misa. Como en tantos pueblos, también en el mío se saca a la patrona en procesión el día 15 y faltar a esa cita se considera un acto de traición. Por supuesto, nada tiene que ver esto con ateos o creyentes. El origen viene de cuando apenas éramos unos adolescentes con granos. Entonces, la verbena del 14, que marcaba el inicio de las fiestas, se anunciaba como una de las noches grandes del verano, el momento en el que la pandilla -dispersa por ciudades de España- se reencontraba y no llegaban las copas para ponerse al día. De manera excepcional, no había hora de regreso y la única condición que imponían nuestras tías y abuelas era que, nos acostásemos cuándo nos acostásemos, la misa resultaba imperdonable.

Recién salidos de la ducha, con gafas de sol y sabor a aspirina en la boca, a la mañana siguiente no quedaba otra que presentarse en la iglesia. Formábamos, entonces, una procesión de zombies en camisa de domingo, contando las horas que quedaban hasta morirnos en una siesta. Aguantar aquellas misas suponía una prueba de resistencia. Al principio apenas lográbamos escabullirnos a los últimos bancos, bajo la mirada atenta de nuestras familias. A medida que crecimos, conquistamos algunos metros más, hasta poder seguir la misa desde las escaleras, consiguiendo que nos diese el aire y evitar males mayores. Solo recientemente, cuando los mayores han ido faltando, nos hemos atrevido a seguir los sermones de don Andrés sentados en la terraza del Tamanaco, el bar cerca del monasterio, con un martini en la mano y esa risa floja que dejan las verbenas buenas.

A los cuarenta, las noches se han amansado y madrugar se ha vuelto una costumbre que ni en agosto conseguimos evitar. La misa del 15 conserva esa tradición de cita imperdonable y, aunque cada año se pasa revista, las ausencias y bombas de humo empiezan a ser más frecuentes en las verbenas que en las procesiones. Después de todo, quizá hayamos aprendido que un agosto no es agosto sin ese regusto a vermú rojo, amigos y aceitunas que nos dejan las misas de verano.

Misas con vermú

Corofobia

The BIGGEST flash mob WEDDING DANCE surprise!!! With ALL the ...

En este país se baila poco y, sin embargo, en el extranjero se da por hecho que nos morimos por salir a la pista. Quizá este verano sin verbenas no sea el mejor para hablar de ello, pero siempre me ha intrigado esta reputación tan injusta.  La verdad es que me espanta bailar y eso que formo parte de esa generación de la EGB que casi se desnuca por apuntarse a clases de tango. Las cosas no han mejorado con los años y ahora apenas subo y bajo el gin-tonic con cierta gracia y, si suena mi canción favorita, entorno mucho los ojos, como si no pudiese contener el ritmo.

Odio tanto bailar que creo que es una de las razones por las que no me caso. La idea de abrir un baile o encabezar una conga hace que me entren ganas de esguinzarme los tobillos.  Además, veo con preocupación como el recatado vals va quedando atrás y las parejas de novios se lanzan a la pista con elaboradas coreografías. Hasta he aprendido que existe una palabra para describir lo que me ocurre: corofobia, un intenso miedo a bailar y una sensación incómoda cuando bailan la Macarena delante de uno.

Durante algún tiempo viví en Bruselas y creía que el frío me mantendría a salvo de todo eso. Sin embargo, fue allí donde descubrí nuestra falsa reputación de bailones. Ocurrió cuando una amiga belga me arrastró a una soirée latina, convencida de que el plan resultaría irresistible para ‘alguien del sur’, como diría ella. Así fue como acabé en un viejo pabellón con una temperatura perfecta para hacer cruasanes, y donde un tal Ricky Corazón hacía sonar merengues y bachatas mientras decenas de colombianos, cubanos o brasileños se movían de manera admirable.

Nada más entrar, mi amiga empezó a mirarme de manera extraña, esperando quizá que reaccionase como una aspirina efervescente al entrar en contacto con el agua.  Aterrorizado, busqué a mí alrededor un punto de fuga y descubrí un grupo que no bailaba o para ser exacto que simulaba hacerlo siguiendo mi paso favorito: vaso arriba, vaso abajo. Al escucharlos descubrí que se trataba de españoles y argentinos discutiendo de fútbol y política. Desde entonces, y aunque nada me importe menos que un balón y una portería, la víspera de toda fiesta con baile repaso a conciencia la prensa deportiva.

Corofobia

Amigos solteros

Best Tinder Conversation Starters That Don't Feel Awkward

En este año pandémico, los amigos solteros son casi la última esperanza para pasar un buen verano. Sin ellos, las cenas de terraza quedarían reducidas a un monográfico de Netflix, memes sobre Vox y esas soporíferas conversaciones que empiezan siempre por un ‘¿sabéis que mi hijo…?’. Lo cierto es que toda pandilla que quiera garantizar su supervivencia debería mantener una plaza de ‘amigo/amiga soltera’ o resignarse a envejecer pasándose recetas y hablando de lesiones de rodilla.

Justo cuando creíamos que nuestro grupo no tenía futuro, la suerte nos dio una segunda oportunidad. Hace algunas semanas, una amiga nos contó que abandonaba su relación tras aceptar que nunca superaría al equipo de kite-surf en la lista de prioridades de su novio. Desde entonces, las cenas han recuperado la chispa y vuelve a merecer la pena una segunda botella de vino. Hablemos de lo que hablemos, todos esperamos impacientes el momento estrella: cuando ella saca el móvil para darnos el parte semanal y nosotros nos abalanzamos sobre la pantalla como paparazzis hambrientos.

Disfrutando de los focos, mi amiga va enseñándonos las fotos de los descartes y los candidatos a match. Al principio nos mostramos recatados, con esa falsa dignidad del que finge desinterés por los cotilleos, pero todo coge pronto temperatura y, cuando queremos darnos cuenta, ya nos hemos convertido en el jurado de Tú sí que vales. Es precisamente en ese momento cuando se ponen sobre la mesa las grandes cuestiones de la vida. Conceder, por ejemplo, una oportunidad al que llega a los cuarenta marcando abdominales, aunque haya dicho que uno de sus hobbies es visitar centros comerciales.

A los pocos minutos todos parecemos el Mentalista, trazando el perfil psicológico de una persona simplemente porque se ríe con un ‘ha, ha, ha’ o un ‘ji, ji, ji’ -onomatopeya esta última que equivale a una roja directa-. Cuando las cosas suben de tono, mi amiga se escandaliza, dispara alguna frase policial sobre la vida privada y guarda el móvil en el bolso, dejándonos a todos con esa cara con la que recibimos la canción que cierra los bares. Entonces ella suspira y, apiadándose de la sosa vida del casado, hace un silencio dramático y suelta: “Ni os imagináis qué tenía tatuado el del concesionario de coches…”.

Publicado en Faro de Vigo, suplemento Estela.

Amigos solteros

Piel fina

Alomejor Guantes De Entrenamiento De Boxeo Boxeo Kickboxing Guantes De  Medio Dedo De Entrenamiento para Hombres Mujeres Equipo De Boxeo cetanou.com

En mi tren de las ocho comparto a menudo viaje con estudiantes y la intensidad con la que arrancan el día me irrita y fascina a partes iguales. Mientras el resto de pasajeros nos desplomamos en la plaza, confiando en prorrogar un poco más el sueño, ellos saltan de discusión en discusión desbordando energía, atizándose ocurrencias y sarcasmos sin darse tregua. Es posible que no se ocupen de las grandes cuestiones de la vida, pero decidir si la boloñesa de Medicina supera a la de Físicas o si C. Tangana se echó a perder al fichar por Sony puede adquirir proporciones épicas. Sin embargo, la sangre jamás llega al río y, cuando parece que todo va a saltar por los aires, alguien pega un volantazo y vuelven las risas.

Mientras fantaseo con la idea de tirarles del tren para seguir durmiendo, me reconozco en ellos. Yo también podía viajar sin callarme y, sin embargo, no es su vitalidad lo que echo de menos, sino la espontaneidad con la que se lanzan a abordar cualquier tema. En plena campaña electoral, por ejemplo, abundan las discusiones sobre política y yo escucho pasmado cómo se expresan sin cinturones de seguridad, sin envolver sus opiniones en plástico por miedo a molestar, a generar una discusión tan tensa que se lleve por delante una amistad. ¿En qué momento perdemos esa capacidad?

Con los años nos asentamos tanto en nuestros bandos que agotamos la facultad de divertirnos cuando alguien nos lleva la contraria. Entristece ver lo fácil que resulta que las discusiones se nos vayan de las manos, palpar el temor a decir algo que resulte irreversible y acabe dañando una relación. Quizá crecer se haya convertido en un proceso de selección donde nos vayamos desprendiendo de los distintos porque solo toleramos a los iguales.

¿Qué hacen estos chavales mejor?, ¿por qué sus discusiones suenan frescas, abiertas, inocentes y, sin embargo, a nosotros nos harían saltar como fieras?, ¿tan fina se vuelve la piel con los años? En estos días previos a acudir a votar contemos cuántas veces corremos a refugiarnos en la casilla de  ‘mejor hablar de otra cosa’. Tal vez echemos de menos, entonces, esas conversaciones en las que bastaban la risa de un amigo para abandonar el ring de boxeo.

Texto publicado en Faro de Vigo

Piel fina

Vacaciones en peligro

[Fondos da Biblioteca de Galicia]

La palabra ‘vacaciones’ se extingue. Estos días escuchamos a compañeros decir ‘estaré fuera de la oficina’ o ‘tomaré días de descanso’. Usar ‘vacaciones’ se ha vuelto extraño, escolar. No encaja con el lenguaje del rendimiento. A medida que la productividad se convierte en una religión, la palabra «vacaciones» se impregna de culpa.

El tiempo fuera del trabajo se justifica hoy únicamente por la necesidad del reposo, de una pausa para recargar energías. Necesitamos descansar porque nos hemos agotado y debemos recuperarnos para volver a producir. Este sería el ciclo del buen trabajador. 

Esta uso del lenguaje tiene su correlato en el comportamiento de cada vez más jefes y líderes. A pocos se les ocurriría defender en público su mes de vacaciones. Eso suena al pasado. Ahora se vive en la fragmentación, en los pequeños descansos camuflados. Hablar de las vacaciones en los niveles más altos se ha vuelto tabú. Uno se las arregla tomando días a escondidas, sin que se note y siempre sin irse del todo, con el móvil a mano. Y si el año ha sido duro, ¿no debería el buen trabajador sacrificarse? Y si escasea el trabajo, ¿no debería el buen trabajador agradecer tener empleo?  De nuevo esa idea de vacaciones como concesión o premio.

La palabra vacaciones despierta imágenes de días lentos, viajes en familia, amores de verano, conciertos con amigos. Nada tiene que ver con la biología, con la necesidad de una reparación física. Su raíz viene del verbo latino vacare que significa ‘estar vacío, desocupado’ y ese es su sentido, liberarnos de lo maquinal para hacer sitio y poder llenarnos de aquello que nos hace humanos. Por eso septiembre solía ser el mes de las decisiones, de los proyectos y las metas nuevas, de los cambios que se han meditado cuando nos hemos dado la posibilidad de pensar en nosotros. Usemos la palabra ‘vacaciones’, digámosla y escribámosla, porque el día que la abandonemos habremos perdido mucho más que una entrada en el diccionario.

Vacaciones en peligro

Familia con suerte

Elegimos una tapería en el medio del monte. Somos una familia pegatina y nunca habíamos estado tanto tiempo sin vernos, así que sabíamos que el ruido sería incontrolable. Llegamos sobreexcitados y la primera sensación fue extraña. Después de tanta vídeo-llamada en la cuarentena, no parecía que tuviésemos mucho que decirnos y, sin embargo, sentíamos que había que contarlo todo de nuevo. ¿Que si nos abrazamos al vernos? No me pararé demasiado en eso, solo les diré una cosa: no pondría a mi madre al frente de la desescalada.

Había tantas ganas de hablar que costó serenarse. El pobre de mi Lama no pudo decir su primera frase hasta pasado el café. Somos cinco hermanos y respetar los turnos nunca ha sido un pilar de nuestra educación. Entre croquetas y godellos, mi padre volvió a presumir de sus veinte kilómetros sin salir del garaje; mi hermana la hipocondriaca nos puso al día de mutaciones del virus que solo ella ha detectado, la soltera confesó que pese a salir a aplaudir cada día, ni un solo vecino con pelo le propuso saltarse el confinamiento. Por mi parte, les hice escuchar el ruido de mi rodilla, tras las sentadillas con Patrick Jordan suena a cancillo oxidado y, por supuesto, nadie se marchó sin alabar los vídeos de science de mi sobrina, su mezcla de acento californiano y de Moratalaz se ha convertido en el nuevo orgullo familiar.

Ni siquiera hizo falta llegar a la parte de la política para comprobar que el bicho poco nos había cambiado y, sin embargo, todos éramos conscientes de que aquel no era un reencuentro más, que las cosas habían ido bien y que en ningún lugar estaba escrito que fuera a ser así, ese mismo sábado miles de familias se sentaron a comer con sillas vacías. Soy escéptico con los cambios y, si odio alguna frase de las que ha traído la pandemia, es esa de ‘ha venido para quedarse’. No paro de escucharla, pronunciada con la solemnidad con la que sueltan sus profecías los expertos en bolas de cristal. No sé qué cambiará o qué se quedará igual, pero mientras eso se aclara, quizá lo único razonable sea pedir mesa para vernos de nuevo.

Texto publicado en el suplemento Estela de Faro de Vigo

Familia con suerte

La tienda de Hassan

Cada mes de agosto se escuchaba la misma pregunta: ¿cuándo regresará Hassan? Apenas había negocios en aquella calle, el restaurante griego, la lavandería automática y un videoclub moribundo que cada dos meses cambiaba de dueño. Más allá de eso, la tienda de Hassan era el auténtico lugar de reunión, la excusa para que aquellas ancianas belgas saliesen de casa, animadas quizá por la idea de cazar algún chisme mientras pesaban verdura.

Hassan abría cada día, pero en agosto cerraba siempre. Le gustaba irse de vacaciones con Alan, un inglés de piel rojiza que ahorraba todo el invierno para disfrutar en verano de quince días en Tailandia. Cuando regresaban y le preguntábamos cómo había ido, los dos se limitaban a reírse, lanzándose miradas de complicidad.

Cuando me tocaba lavar la ropa, solía esperar en la tienda a que terminase la colada y, si no había demasiados clientes, Hassan me ofrecía un té y algo de charla. Al principio nos costaba entendernos, pero él tenía paciencia y repetía cada palabra las veces que fuese necesario. Además, nunca perdía el sentido del humor, burlándose de mi francés y de esa escuela en la que no me enseñaban nada de nada.

Desde el principio, nos caímos bien y, con el tiempo, llegamos a tener conversaciones interminables en las que yo le hablaba de mis planes de futuro y él se limitaba a escucharme hasta que encontraba una buena razón para meterse conmigo. Entonces me advertía de que había visto antes a muchos como yo y que estaba seguro de que nunca dejaría aquella ciudad.

También mis amigos se aficionaron a pasar por la tienda. Hassan siempre tenía tiempo para una buena historia y contarle nuestras noches de fiesta se convirtió en una costumbre. Recuerdo que Stephan, un suizo que estudiaba uno de esos másters que solo los suizos se pueden permitir, se ofreció para hacer un bussiness plan y modernizar el negocio. Hassan le escuchaba atónito, pensando si todo eso haría falta para vender más brécol.

Sus pronósticos fallaron y yo volví a casa. Ya en Galicia, me enteré de que su padre había enfermado y que cada vez dedicaba más tiempo a cuidarlo. Poco a poco fueron aumentando los días en los que la persiana seguía cerraba, hasta que no abrió más. De todo esto hace ya bastante tiempo, pero últimamente he vuelto a pensar en esa pequeña tienda donde apenas compraba hortalizas y algún paquete de pasta, pero en la que pasé tan buenos ratos.

No sé si Hassan me consideraba su amigo o solo un cliente con quien distraerse un poco, pero yo lo recuerdo como una de esas amistades bonitas que a veces encontramos sin buscar, cuando la vida nos deja tiempo para pararnos a hablar.

La tienda de Hassan

El placer de exagerar

Sé que, en estos momentos, la exageración tiene mala prensa. Por suerte, sobre todo para ustedes, yo no soy científico, ni presidente del Gobierno, y puedo reivindicar el derecho a exagerar simplemente porque contar grandes historias nos hace felices.

Detesto a los fanáticos del matiz, a quienes apuntillan cada frase con un adverbio en mente o preguntan de dónde has sacado eso del ochenta por ciento. Cuando alguien interrumpe una conversación para comprobar en su móvil la población de Logroño, lo único razonable que nos queda es levantarnos de la mesa y no volver a ver a esa persona más.

La ciencia ha demostrado que el relato de las experiencias proporciona más felicidad que las experiencias mismas. Cada vez que los amigos nos desternillamos recordando aquel viaje a urgencias con Miguel, a todos nos trae sin cuidado repasar con pelos y señales qué ocurrió aquella noche, quién querría revivir el miedo al llamar a sus padres para explicarles que el martini había tumbado a su hijo. Sin embargo, recordar esa aventura se ha vuelto algo fantástico y crece cada vez que nos reencontramos. Es la historia la que nos inyecta serotonina.

Larga vida, por tanto, a los amigos que exageran. Son sus recuerdos los que nos unen. Repetirlos y hacerlos crecer no sólo nos acerca a la gente que queremos, sino que eleva los niveles de alegría. Disfrutemos de las reuniones en las que siempre afloran las mismas anécdotas porque ahora sabemos que nunca son las mismas. Volver a contarlas las hace mejores.

No se inquieten si sus vacaciones resultan un fiasco, si Ryanair les sienta entre dos niños, si el hotel huele a ginebra barata o su móvil se queda sin batería delante de la Sirenita. Simplemente esfuércense por construir un buen recuerdo, uno que valga la pena. Entonces se abrirá la trampilla y todas las calamidades quedarán enterradas en los sótanos de la memoria, mientras su viaje ingresa en su biografía con un deslumbrante “os acordáis de aquel verano en que…”.

Olvidémonos de la población exacta de Logroño, no levantemos atestado de lo vivido, reinventemos los recuerdos y disfrutemos de esos minutos de felicidad porque, pase lo que pase, siempre podremos elegir el modo de contarlo.

Publicado en el suplemento Estela de Faro de Vigo

El placer de exagerar

Angustias y el campo

embalse

Soñaban con una casa en el embalse, un huerto con higuera y algo de terreno para el perro. Lo consiguieron todo y, sin embargo, su nueva vida les ha venido con bicho. Y no puede decirse que mis amigos Jaime y Tania no estuviesen avisados. La mañana en la que el propietario les entregó las llaves, aquella mujer asomó su naricita de esquimal por el muro y el dueño les advirtió muy serio: “Cuidado con Angustias, si la dejen entrar, no la sacarán nunca».

Pronto aparecieron las señales de peligro. Jaime observaba a menudo a un hombre que parecía deambular por los campos sin saber bien qué hacía. Al poco tiempo supo que era Elías, el marido de Angustias, un cartero retirado que buscaba cualquier ocupación para mantenerse alejado de casa. Un lunes se lo cruzó temprano. “¿A dónde va usted con tanta prisa a estas horas?”, le preguntó mi amigo. “A cualquier sitio”, contestó sin mirarlo.

Cuando Jaime y Tania regresan del trabajo, Angustias sabe dónde están obligados a parar el coche y les espera. Entonces, les arrolla con su conversación, un monólogo en tromba que gira en torno a tres temas: el dinero, las muertes de la parroquia y sus continuas caídas. “Cada día se cae”, se queja Jaime, que tiene pesadillas con el cuerpo magullado de su vecina.

A mi amigo le exaspera que las conversaciones de Angustias no ofrezcan rendija por la que escabullirse. A diferencia de cualquier charla, en la que siempre hay una inflexión de voz, un “bueno…” que da por acabado el encuentro, con ella no hay escapatoria. Uno debe recurrir a un comentario brusco o resignarse a ver anochecer con ella. Y luego esa manera de preguntar, de interesarse por cosas que ni le van ni le vienen. Jaime y Tania están convencidos de que no descansará hasta entrar en su casa y saber cuánto ganan. «Con ese coche, neniña, no te pagarán mal», le gusta picar a mi amiga.

Tania está a punto de tirar la toalla. Acepta incluso que Angustias se empeñe en llamarla Natalia por más que la corrija. Sin embargo, le preocupa Jaime. Empezó diciendo que se lo tomaría con humor, inventándose cosas disparatadas para excitar la curiosidad de su vecina. Sin embargo, cada vez pasa menos tiempo en casa y Angustias, sonriendo con malicia, ha dicho que últimamente lo ha visto pasear con su marido por el bosque.

Texto publicado en Faro de Vigo

 

Angustias y el campo